La conocí cuando tenía once años de edad gracias a un “bondadoso” regalo de mi amiga Ximena, quien en su revisión anual al armario encontró ese ejemplar amarillento y deshojado, que a poco estuvo de servir como combustible al calentador de la abuela. Lo admito, no me llamó la atención ni siquiera hojearlo; concebía a las historietas como un entretenimiento vano e infantil, una lectura para momentos de extremo aburrimiento, para la espera eterna del metro que no llega o las visitas prolongadas al sanitario. ¡Qué equivocada estaba!
. Mafalda, como varios de sus congéneres, es la sabiduría de la sencillez, la inteligencia nacida de la experiencia, del contacto con los otros, de abrazar a la vida. Mafalda es la eterna sieteañera crítica e inocente, irónica y tierna, desafiante y penosa, apasionada y realista, soñadora y pesimista.
. Sí, hablo de sabiduría porque no existe otra designación posible para el cúmulo de bofetadas y palmadas de esperanza que su lectura me ha reportado. En actos involuntariamente planeados, la pequeña me recuerda los más grandes vicios que me aquejan: mi indecisión crónica degenerativa, mi indiferencia corrosiva hacia el sufrimiento de los otros, mi tendencia a razonarlo todo, mis deseos pendencieros de acumular y acumular, mi soberbia ciega, ciega a hartar.
. Soberbia es creer que las andanzas de la hija de Quino son dibujillos al aire, reflejo de una sociedad argentina en declive, una realidad aparte que corresponde a otro tiempo y otro espacio; soberbia es negar que después de la carcajada llega el silencio propio de la reflexión, de descubrir la actualidad de aquél simpático globo terráqueo recostado en cama con un termómetro al borde del estallido; de la miniaturización, de la ya de por sí pequeña, tortuguita Democracia; de la inseparable Libertad tan excluida y abandonada; de la sobrepoblación de Felipes, conformistas y huevones.
. En la actualidad la fanática de The Beatles se nos aparece hasta en la sopa —¡ojalá me perdone por esto de la sopa!— en periódicos, plumas, calcomanías, playeras, bolsas, carteles de protesta y un largo etcétera; lo cuál nos indica una cosa, además de la voracidad del capitalismo donde todo es una mercancía: Mafalda es un clásico, un huella imborrable en nuestro transitar por los libros, un texto que no discrimina entre generaciones, vigente sin complicaciones. Mafalda es un clásico porque somos muchos sus seguidores, seguidores que al igual que yo estaremos siempre dispuestos a dedicar horas enteras a hablar o escribir de ella, a recordar alguna viñeta y usar sus discursos como arma de defensa personal, a contarla en la lista de los amigos que se añoran.
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