lunes, 12 de septiembre de 2011

Teléfono









No se alcanza a percibir si es local o de larga distancia. Teclea rápido, pero con la precisión de quien lo ha hecho ya muchas veces. Urge, urge mucho; su rostro lo dice. En comparación con otros de su facha, no luce borracho ni drogado; pareciera totalmente lúcido, consciente de lo que hace.

El negro lo cubre todo. Al tanteo se podría decir que porta una camisa de manga larga, una más larga que otra; su chamarra no tiene ya nada de relleno, es un simple pedazo de tela más encima de la camisa. Su pantalón, que pudiera haber sido de alguien con bastantes tallas de más, es sostenido por un cinturón, ese sí originalmente negro, incluso todavía le brilla la pequeña hebilla.

Lo más llamativo de su vestimenta es, sin duda, la paloma naranja que luce intacta en sus tenis. Éstos también son negros, pero el símbolo que también figura en los tenis de la mayoría de los deportistas hace imaginar que por alguna razón dedica parte de su tiempo a limpiar sólo la paloma.

Su cabello junto con su rostro no desentonan con el color del resto del atuendo. Sus cejas y su larga barba parecen pesar por el exceso de mugre. Tal vez es tal el peso, que sea lo que provoque su pronunciada joroba. Eso tiene que ser, pues para parecer –a ojo de buen cubero- de unos 30 años, sería raro que hubiera otro motivo.

El reloj marca las 8:15 de la mañana. El ritmo es acelerado en la estación del Metro Balderas, la misma de la canción, en la que se cruzan dos líneas y por la que ahora también pasa el Metrobús. Es lo que se llama una “hora pico”. La gente entra y sale, hace muecas mientras se forma en la larga fila de la taquilla, en donde la única que atiende es una señora obesa, malhumorada y más preocupada por terminar de maquillarse a esa hora, como si de no hacerlo la gente dejara de comprar boletos.

Es la entrada de la esquina de las avenidas Balderas y Cuauhtémoc. Los dos teléfonos de monedas están justo al otro extremo de la taquilla, ambos morados, ambos de tres pesos por tres minutos a números locales y seis a celular o de larga distancia.

Es la hora en que él llega, apresurado como si esos teléfonos tuvieran la capacidad de recibir llamadas y fuera la hora exacta en la que espera una, una muy importante. Es tal el ritmo de la gente, que logra pasar desapercibido desde que entra a la estación, hasta que logra llegar al teléfono de la derecha.

No hay vacile alguno. Antes de que el auricular llegue a su oreja, él ya está marcando el número. Espera un poco. La agitación de sus pies es incontrolable. Comienza a balbucear muchas cosas en silencio, como si le reclamara a alguien, como si no pudiera más con la desesperación de que nadie atienda del otro lado de la bocina.

Lo hace una y otra vez. Son las 8:30 y sigue marcando. Su desesperación pasa desapercibida, tanto que quizá nadie sea capaz de decir cuántos días, meses, o quizá años lleva haciendo lo mismo, a la misma hora. No hay falla, lo hace de lunes a domingo, en el mismo teléfono.

Esa persona a la que llama no responde. Seguro le dijo que sólo a esa hora lograría localizarla y no es así. Él ha detenido su vida, sólo vive para llegar a esa hora al metro Balderas y marcar. No pudo haber olvidado el número, lo marca con gran certeza. Debe ser muy importante lo que esa persona le tiene que decir. Abre bien los ojos en cuanto acaba de digitar el número. Sólo espera reconocer su voz. Un momento, nunca deposita los tres pesos.

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